Para el 22 de octubre de 2020 se fijó la audiencia de imputación. Allí se le reprocharía formar parte de un plan criminal conjunto para dar muerte a Trasante a tres jóvenes con distinta gravitación en el organigrama criminal local. El más avezado, cuyo perfil algunos diarios locales se habían ocupado de elaborar, era un joven ciudadano de nacionalidad peruana que estaba preso hacía tiempo, cuya peculiar ocupación era ser piloto de aviones y a quien se sindicaba como el mayor proveedor de cocaína de máxima pureza en el sur provincial. Entre los otros dos jóvenes, con distinta participación presumible en el hecho, uno se destacaba por haber sido vecino de Eduardo en Villa Moreno, y del otro se presume que prestaba servicios como sicario para una importante banda local. Luego de una esforzada búsqueda para dar con el paradero de este último a los fines de su aprehensión, alguien cayó a cuenta que estaba detenido en un penal hacía meses por otro hecho delictivo.
Todo indicaba que la audiencia se desarrollaría sin sobresaltos, con las presumibles actuaciones que corresponde a cada una de las partes. No fue así. La fiscalía, sobre el final de la audiencia, mostraría unos cartelitos aparentemente encontrados en el teléfono de uno de los acusados que, sin resultar un aporte demasiado significativo en la imputación, nuevamente colocaban el potencial móvil del asesinato no sólo ya en un entorno privado, sino en algo evidentemente lacerante para el buen nombre de la víctima y su entorno. Y presto para la confrontación pública.
Entre la imputación por el homicidio a un líder local del narcotráfico y esos cartelitos escabrosos que la fiscalía ocultó deliberadamente a la Querellante hay una distancia abismal. Pero eso no necesariamente es un problema. La verdad es una cosa bien distinta a una investigación penal, y su necesidad es enormemente relativa.
Cinco minutos después de finalizada la audiencia, los fiscales se disponían a protagonizar una conferencia de prensa frente a cronistas policiales que accedieron a información del expediente antes que la propia Querella. Ni pilotos de aviones, ni cocaína, ni sicarios, ni crimen organizado y sus profusos vínculos. Dos cartelitos abominables y un “pedido de informe” (sic) a Ciudad Futura.
Eduardo empezaba a ser un poco pero oficialmente culpable de su propio asesinato.
Quienes luchamos por justicia casi que también.
Los reposados análisis y columnas de opinión dejaron momentáneamente en suspenso la estricta preocupación por los procedimientos, la prueba respaldatoria o menudencias similares.
En el fragor de una batalla que creen auténticamente suya, que libran imaginariamente bastante lejos de todo riesgo, hay quienes se permiten determinadas licencias. Creen poder operar o servirse circunstancialmente de una fuerza autónoma con gravitación propia, hacer uso para sus nobles fines de esa fuerza inercial con funcionamiento automatizado por la costumbre y el prejuicio. La fatalidad del maridaje entre megalomanía y prédica progresista.
Ante el advenimiento de un nuevo diluvio les preocupa no mojarse, porque se saben a salvo del ahogamiento.